Necesitaba un Cola-Cao y que le dieran las
buenas noches.
Pero no necesitaba un Cola-Cao cualquiera ni
le daba igual quién le diera las buenas noches.
Quería que fuera su madre quien le preparara
la leche, con la sabiduría con la que todas las madres lo preparan, con esa confianza
que tienen al remover los grumos, con esas sonrisa natural que no esperan que
nadie vea y que a Martina le daba tanta seguridad tan tontamente. Desde bien
pequeña recordaba a su madre dando vueltas a la leche de color indefinido con
una expresión de calmada felicidad. Y esa imagen movía algo dentro, como
mariposas en la tripa. Igual que las mariposas que se agarraban como el viento
a las falanges de Violeta en aquella película que decidió convertir en su preferida
desde la primera vez que la vio. Eran mariposas tranquilas, insectos de alas
coloridas que conseguían darle tregua en medio del caos que era su vida. El Cola-Cao
de mamá.
En cuanto a las buenas noches, pasaba de
leones, de fotos de amapolas y de frases de libros que ni siquiera entendía. Quería
otro animal, otra flor y una frase que nadie hubiera escrito antes y que sonara real, no a refrán camuflado ni a
palabras que parecen espontáneas y no lo son. Es más, no quería otro animal,
quería carne, hueso y razón, una persona con diez dedos en las manos y diez en
los pies, y sin pelaje. Quería piel y buenas noches de verdad. Y relamer los
grumos del Cola-Cao en la cucharilla.



