Lo cierto es que estaba asustada, más que
eso, aterrada, si hubiera una palabra con un grado superior la utilizaría, pero
no se le ocurría otro adjetivo más fuerte. Se le había enredado a las costillas
como la hiedra trepadora de la casa con jardín en la que vivía desde siempre, y
seguía reptando por cada hueso y cada cachito de piel libre, colonizando y
oprimiendo su estómago lleno de marisoplas de colores. No podía comer, la
planta había obstruido cada uno de sus canales, por los que ahora navegaban los
barquitos que una tarde construyó con las manos de abuela que él decía que
tenía, creyéndose astillera del papel. Lo cierto es que hasta las películas más
insignificantes le afectaban, creía verse reflejada en los personajes de
cualquier trama, fuera del género que fuese; siempre le había tenido miedo a
los espejos pero en aquel momento de su vida todavía más porque la calle era un
espejo, la televisión era un espejo, el cristal de las gafas de Celia eran un
espejo al que no quería enfrentarse, y sin embargo. No quería ser como todo lo
que deambulaba ante sus retinas algo estropeadas, quería la vida que circulaba
una y otra vez en las angustiosas noches que pasaba sin dormir desde hacía
varios meses, desde el momento en que supo que a partir de entonces iba a ser
así, a destiempo y a deshora. A deslugar. Porque en realidad siempre se habían
querido a destiempo y a deshora, pero el último des la estaba matando. Llevaba semanas tratando de convencerse, de
hacerse más fuerte de lo que había sido en toda su vida, de hacer de tripas
corazón y sacar la hiedra que oprimía sus entrañas y hacerse una corona con las
hojas, hacerse un cicatriz, una herida de esa guerra entre el quiero y el puedo
en el que ambos vencieran por igual. Pero la realidad era que en su bolso no
faltaban nunca las bolsitas de tila.
viernes, 23 de agosto de 2013
sábado, 10 de agosto de 2013
Aunque no subo mucho,
por no decir nada, y aunque proteste por las casi tres horas de curvas angostas
esculpidas en las gargantas, me gusta estar aquí refugiada. Siempre digo que
cuando llego a Zaragoza me siento protegida, pero todavía lo estoy más entre
estas paredes de piedra que conservan el frío del invierno y me obligan a
ponerme tres sudaderas y una manta a la una de la tarde. Esta aldea, con una
treintena de casas, abandonadas la mayoría, es un refugio para mí, una suerte
de caja de cerillas acogedora y diminuta pero al mismo tiempo infinita en sus
paisajes de 360 grados, verde hasta la saciedad y auténtica sobre todas las
demás cualidades. No quiero que esto parezca una guía de viajes, nunca he
vendido mi pueblo como un paraíso de vacaciones; todo lo contrario, siempre he
tenido alguna pega porque lo cierto es que el viaje es incómodo y que aquí no
hay mucho aliciente para alguien de mi edad; ojalá me gustara más caminar por
la montaña o esquiar pero son dos actividades a las que he ido cogiendo manía o
miedo, no lo sé. Aun así, me gusta subir a este montículo del Solano, a estar
tapada en el nuevo sofá rojo que mis padres han comprado para el salón, frente
a la chimenea que ahora luce apagada y escobada pero que en invierno se
convierte en el calor sempiterno de las reuniones nocturnas con paellas de
conejo y jabalí al chocolate. Cuántas veces me he relamido comiendo los
manjares que cazan los gemelos y que después Carmen cocina con todo el amor y
la sabiduría de las gentes del Valle. Gran parte de mis recuerdos están
guardados en el costurero de madera al lado del tocadiscos que hace girar la
banda sonora de una vida que se me escapa poco a poco como agua entre los
dedos. Agua, la del grifo de esta casa, la de la fuente del El Run, la de las
cascadas que aparecen en la carretera de camino a los Llanos y que sabe a
gloria fresca y purísima del Pirineo. Aunque lo que de verdad sabe a vida aquí es la leche
de las vacas, recién ordeñada y hervida, calentita y con sabor a Gabás, la cura
de todos los males.
Lamento no haber subido más a menudo, pero confieso
que me suelo aburrir a las pocas horas de llegar, aunque luego cuando me vaya
me dé por echar de menos la autenticidad del Pirineo aragonés, el poder ponerme
abrigos de lana gorda por las noches mientras en Zaragoza mis padres discuten
por el aire acondicionado. Además, en la ciudad no se ven las lágrimas de San
Lorenzo como las vimos ayer de madrugada, arrullados por el torrente del lavadero,
que este año baja con más fuerza que nunca; con las manos y la nariz rojas de
frío y la oscuridad de los chopos altísimos que tienen la suerte de poder
atrapar las estrellas fugaces en sus copas los días cercanos a Santa Clara. Nunca
he visto cielo igual al de este pueblo tallado en piedra, que huele en invierno
a leña y a nieve recién caída, y en verano a hierba y agua helada.
Me alegro de haber
crecido en Zaragoza, esa ciudad de la que tanto me quejo pero que sabe
arroparnos con una familiaridad que Barcelona no tiene. Y me alegro de que mis
padres no escogieran comprar una segunda residencia en la Costa Dorada, como
muchos de los aragoneses que prefieren la playa a este paraíso de montaña que
nosotros elegimos o que no eligió a nosotros más bien. No cambio las Navidades
en torno a la chimenea ni los veranos en la era por ninguna playa mediterránea.
Las montañas son eternas y protectoras y yo seguiré subiendo, de tanto en
cuando, a verlas desafiar los cielos con sus cimas imposibles, y a empacharme
por comer frambuesas de la mata del huerto de Carmen.
lunes, 5 de agosto de 2013
Me da pánico volar. Creo que todo el que me conoce ha tenido que escuchar la sarta de catástrofes que se me pasan por la cabeza cada vez que tengo que coger un avión.
Pero no sé si es sólo el hecho de montar en uno de esos cacharros tan grandes y avanzar en el aire, o ya viene de antes, desde que piso el aeropuerto. Odio los aeropuertos con toda mi alma, no porque sean la antesala de un vuelo que se me antoja siempre apocalíptico sino porque me producen una incómoda sensación de pena mezclada con la espesa turbiedad de la nostalgia y una pizca generosa de amargor. Se me rompe un poquito el alma cada vez que paso el control de seguridad y aparece, como un hormiguero gris, el pasillo eterno y las salas de embarque llenas de viajeros extraviados que seguramente tienen el mismo miedo que yo.
Los peores son los que tienen cientos de tiendas de Duty Free con arsenales de colonias y recuerdos de ciudades que ni siquiera se corresponden con la del propio aeropuerto. Se me revuelve el estómago cada vez que tengo que atravesar esos puestos tan deprimentes y tan iluminados al mismo tiempo.
Y cuando por fin parece que puedo tener un momento de evasión y me siento en uno de los bancos corridos, cierro los ojos para no ver y me enchufo la música, empiezan a hablar por la megafonía en un inglés castellanizado llamando al último pasajero de un vuelo que siempre va a Copenhague o a Estambul. Entonces lo único que me apetece es levantarme y dejarme la voz gritando que Pascual Antón no va a aparecer porque le da miedo volar, pero todavía le dan más miedo los aeropuertos.
A la melancolía hay que ayudarla, por eso he decidido esperar a que den las dos en el aeropuerto de Barcelona en lugar de en el centro de la ciudad. Y por eso he puesto a Norah Jones mientras escribo esto y veo despegar varios aviones. Quizás estoy alimentando una nostalgia infundada, pero igual compensa sentarse en un banco a mirar pasar a los viajeros con la sonrisa perenne y la impaciencia de quien sabe que en pocas horas pisará un suelo distinto.
Yo me voy a pisar el mío. Me voy a casa.
Pero no sé si es sólo el hecho de montar en uno de esos cacharros tan grandes y avanzar en el aire, o ya viene de antes, desde que piso el aeropuerto. Odio los aeropuertos con toda mi alma, no porque sean la antesala de un vuelo que se me antoja siempre apocalíptico sino porque me producen una incómoda sensación de pena mezclada con la espesa turbiedad de la nostalgia y una pizca generosa de amargor. Se me rompe un poquito el alma cada vez que paso el control de seguridad y aparece, como un hormiguero gris, el pasillo eterno y las salas de embarque llenas de viajeros extraviados que seguramente tienen el mismo miedo que yo.
Los peores son los que tienen cientos de tiendas de Duty Free con arsenales de colonias y recuerdos de ciudades que ni siquiera se corresponden con la del propio aeropuerto. Se me revuelve el estómago cada vez que tengo que atravesar esos puestos tan deprimentes y tan iluminados al mismo tiempo.
Y cuando por fin parece que puedo tener un momento de evasión y me siento en uno de los bancos corridos, cierro los ojos para no ver y me enchufo la música, empiezan a hablar por la megafonía en un inglés castellanizado llamando al último pasajero de un vuelo que siempre va a Copenhague o a Estambul. Entonces lo único que me apetece es levantarme y dejarme la voz gritando que Pascual Antón no va a aparecer porque le da miedo volar, pero todavía le dan más miedo los aeropuertos.
A la melancolía hay que ayudarla, por eso he decidido esperar a que den las dos en el aeropuerto de Barcelona en lugar de en el centro de la ciudad. Y por eso he puesto a Norah Jones mientras escribo esto y veo despegar varios aviones. Quizás estoy alimentando una nostalgia infundada, pero igual compensa sentarse en un banco a mirar pasar a los viajeros con la sonrisa perenne y la impaciencia de quien sabe que en pocas horas pisará un suelo distinto.
Yo me voy a pisar el mío. Me voy a casa.
Miércoles, 31 de julio de 2013
Correo Viejo
He venido en tren, aliviada por no tener que aguantar el calor sofocante de las cuatro horas de autobús, y me ha recibido la despampanante Lena con la mejor de sus sonrisas y una compañera de piso también alemana pero con el mismo aspecto de gitana que yo y uno de los nombres más bonitos de la tradición griega: Sofía. Las tres formábamos un grupo peculiar que inclinaba la balanza hacia los colores oscuros, pero la angelical Lena se ha quedado con todas las miradas de la calle.
Yo les he contado mil y una banalidades del verano en Zaragoza, y ellas las han escuchado con interés sincero.
Después de comer un bocadillo y mancharme con un helado de regaliz, he decidido que dejaba a Lena y Sofía a su aire mediterráneo en el mar urbano que tanto las atrae; he preferido no acompañarlas en la tarea de derretirse pacientemente al sol en la arena de la Barceloneta. De vuelta por el gótico, pensando si volvía a al desenfreno de la estación o me quedaba vagabundeando por el centro de la ciudad, que a esa hora de la tarde perezosa no duerme la siesta por culpa del calor y los turistas, he optado por tratar de encontrar aquella plaza diminuta tan acogedora. Y la he encontrado, vaya que sí, aletargada por el sol que aún rasca la azotea de las casas que la delimitan tatuadas con graffitis variopintos y cubierta por una alfombra de polen verde. Aletargada pero invadida por la guitarra flamenca y la voz cascada de unos muchachos entrados ya en carnes que animaban el cotarro cantándole a una "mujer de pelo largo y negro y a su fuente de agua clara". Sin camiseta, y sin apenas dientes, consecuencia de las drogas me atrevo a decir, no hacían sino repetir lo felices que estaban después de cada canción. No puedo negarme a dejarles unas monedas encima de la guitarra remendada y tampoco puedo evitar sonreír a la fauna que devora Barcelona con una sonrisa desdentada y más gracia que un salero.
Yo les he contado mil y una banalidades del verano en Zaragoza, y ellas las han escuchado con interés sincero.
Después de comer un bocadillo y mancharme con un helado de regaliz, he decidido que dejaba a Lena y Sofía a su aire mediterráneo en el mar urbano que tanto las atrae; he preferido no acompañarlas en la tarea de derretirse pacientemente al sol en la arena de la Barceloneta. De vuelta por el gótico, pensando si volvía a al desenfreno de la estación o me quedaba vagabundeando por el centro de la ciudad, que a esa hora de la tarde perezosa no duerme la siesta por culpa del calor y los turistas, he optado por tratar de encontrar aquella plaza diminuta tan acogedora. Y la he encontrado, vaya que sí, aletargada por el sol que aún rasca la azotea de las casas que la delimitan tatuadas con graffitis variopintos y cubierta por una alfombra de polen verde. Aletargada pero invadida por la guitarra flamenca y la voz cascada de unos muchachos entrados ya en carnes que animaban el cotarro cantándole a una "mujer de pelo largo y negro y a su fuente de agua clara". Sin camiseta, y sin apenas dientes, consecuencia de las drogas me atrevo a decir, no hacían sino repetir lo felices que estaban después de cada canción. No puedo negarme a dejarles unas monedas encima de la guitarra remendada y tampoco puedo evitar sonreír a la fauna que devora Barcelona con una sonrisa desdentada y más gracia que un salero.
Jueves, 25 de julio de 2013
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