¿Qué derecho
me da un exilio voluntario a quejarme? No debería llamarlo exilio, sino cambio
de aires buscado. Pero ay, qué lástima cuando te das cuenta de que la dirección
del aire que quisiste cambiar no es la adecuada: ¡debiste mirar antes la lista
de los vientos! Es un error imperdonable viniendo de alguien que nació en La
Ciudad del Viento: Zaragoza, peninsularmente conocida por su cierzo helador.
De cualquier
forma, no me queda más remedio que llevarme bien con el exilio buscado, el aire
nuevo y el frío polar de Toulouse. Me quedará siempre el consuelo de saber que
estas cartas atravesarán el charco Atlántico para ir a parar al ecuador de la
tierra: a la bandeja de entrada de Miguel.
En un nudo
enmarañado de averías, dificultades para adaptarse y lloros diarios, hoy tengo
dos buenas nuevas: la calefacción funciona y la lavadora también. No tendré que
ir por casa como si fuera a la guerra en Siberia. Se acabó el tener que contar
las bragas para saber cuántas me quedan antes de tener que ir, obligatoriamente
si quiero seguir estando en la reducida lista de humanos que se preocupan por
su higiene, a la lavandería de la calle. Qué paradoja, pues estos antros con
cinco o seis lavadoras son todo menos higiénicos. En fin, a todo se acostumbra
uno cuando vive solo sin una madre que eche suavizante con perfume de casa a la
ropa.
El caso, y eso
es lo que importa, es que la espera ha valido la pena y Celia y yo formamos
parte ya del colectivo de personas normales. Todo apunta a que sobrevviremos en
el apartamento sin morir congeladas o enterradas bajo calcetines mutantes y
sábanas babeadas.
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