jueves, 13 de noviembre de 2014

Escritos sobre el exilio II

¿Qué derecho me da un exilio voluntario a quejarme? No debería llamarlo exilio, sino cambio de aires buscado. Pero ay, qué lástima cuando te das cuenta de que la dirección del aire que quisiste cambiar no es la adecuada: ¡debiste mirar antes la lista de los vientos! Es un error imperdonable viniendo de alguien que nació en La Ciudad del Viento: Zaragoza, peninsularmente conocida por su cierzo helador.
De cualquier forma, no me queda más remedio que llevarme bien con el exilio buscado, el aire nuevo y el frío polar de Toulouse. Me quedará siempre el consuelo de saber que estas cartas atravesarán el charco Atlántico para ir a parar al ecuador de la tierra: a la bandeja de entrada de Miguel.
En un nudo enmarañado de averías, dificultades para adaptarse y lloros diarios, hoy tengo dos buenas nuevas: la calefacción funciona y la lavadora también. No tendré que ir por casa como si fuera a la guerra en Siberia. Se acabó el tener que contar las bragas para saber cuántas me quedan antes de tener que ir, obligatoriamente si quiero seguir estando en la reducida lista de humanos que se preocupan por su higiene, a la lavandería de la calle. Qué paradoja, pues estos antros con cinco o seis lavadoras son todo menos higiénicos. En fin, a todo se acostumbra uno cuando vive solo sin una madre que eche suavizante con perfume de casa a la ropa.
El caso, y eso es lo que importa, es que la espera ha valido la pena y Celia y yo formamos parte ya del colectivo de personas normales. Todo apunta a que sobrevviremos en el apartamento sin morir congeladas o enterradas bajo calcetines mutantes y sábanas babeadas.





martes, 4 de noviembre de 2014

Descanso de Toulouse, I

     He estado una semana en Zaragoza aprovechando las vacaciones de Todos los Santos que nos dan en Francia. He estado en Zaragoza y me he sentido como una hojita de árbol. Ahora que llega el otoño, o el invierno en según qué ciudades, ahora que el frío empieza a colarse por debajito de la puerta y a través de las ventanas de chichinabo que tenemos en casa, me siento como una hoja diminuta caída de un árbol. Sentada en una esquina de la clase amarilla de baile, impedida por el catarro anual que me llena la cabeza de mocos, me eché a llorar viendo a mis antiguas compañeras bailar una música tierna como el algodón con una sola consigna repetida una y mil veces por Lis: sentid que sois hojas, que os lleva el viento por toda la sala. Bailar es tener sensaciones. Buscadlas.
Y me eché a llorar. Sentada en una esquinita, apocada entre los altavoces.

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