Supongo que ya está. Que las cosas acaban
tan rápido como empiezan y que entre el punto de partida y la meta preferimos
pensar que no hubo recorrido. Que todo lo que sudamos por el camino se escurrió
por las acequias y se encharcó con todo lo demás, que fue tanto y ahora parece
nada.
No me lamento. O sí. Me escurro entre el
recuerdo de unos brazos alrededor de mi cintura, y muchas veces más abajo,
donde calienta el ombligo y donde se acaban las vértebras.
Me veo descalza, de madrugada, en pleno
Paseo Sagasta, amarrada a unos cordones, haciendo equilibrios para no caerme.
Para no caernos. Me acuerdo de todo cuando querría no acordarme de nada. No
quiero que me venga a la cabeza ningún fotograma de la película que dirigimos y
protagonizamos con tan escasos recursos. Quiero que no se abra el telón que da
comienzo al desfile de paseos, tormentas, abrazos, manos huesudas, chocolate
blanco, y vestidos blancos, labios rojos, el jardín, el abrigo marrón de
plumas, el pelo largo, y luego corto, los columpios, el solar que nunca fue un
solar, Miguel Hernández, los gatos negros, los canelones.
Se me eriza el pelaje sólo de pensar en los
besos en la frente.









