Miércoles,
4 de julio de 2012
Me trasladaron dos noches a casa de otra familia porque
Peggy y Dave se pusieron malos y no querían contagiarme, así que pasé unos días
con Judy y Roy, un matrimonio ya viejuno con unas costumbres completamente
distintas a las de mi primera familia.
A parte de vivir en un sector
más tradicional, en una casa más bien antigua con un estilo muy convencional, son extremadamente religiosos y me chocó que rezaran antes de empezar a comer
pues nunca había visto hacer tal cosa. Pero eso no es todo: las paredes de la
vivienda están decoradas con citas de la Biblia y hay réplicas del libro
sagrado por todas partes (y cuando digo por todas partes es por todas partes,
baño y coche incluídos). Confieso que me asusté al principio porque no
estoy acostumbrada a semejante devoción, pero Judy y Roy son unas personas
maravillosas.
El 4 de julio nos llevaron a
una barbacoa en casa de unos amigos y qué sorpresa (o decepción) nos llevamos
al ver que eran todo personas mayores. Pero la cosa cambió cuando, tras
bendecirnos de todas las maneras y contarnos alguna milonga religiosa, descubrí
que esa especie de secta católica está relacionada con coches antiguos. Sí, por
rara que parezca esta mezcla, todos los allí presentes, además de devotos hasta
extremos inconcebibles, tienen coches viejos, de esos que emocionan por lo
bonitos y elegantes. Qué afortunada me siento ahora que he podido ver Fords,
Camaros, Cadillacs, Chevrolets y demás casas famosas de coches antiguos, a cuál más bonito.
Roy me ha explicado que él era
mecánico hasta que se lastimó la muñeca y que ahora se dedica a comprar
vehículos antiguos ‘en ruinas’ para restaurarlos y después venderlos por el
doble o el triple de su precio de compra. Me parece un trabajo de lo más
gratificante, además de rentable, puestos a hablar de dinero.
De hecho ahora está restaurando
un Chevrolet de color aguamarina que me dejó sin respiración cuando me lo
enseñaron. Pero ese se lo van a quedar, no lo venderán.
Roy es un amor de hombre, aunque no lo parece cuando ves
a un Big Man enorme, alto y bien gordito con unos papos increíblemente rellenos
y el labio inferior carnoso y salido. No
habla apenas pero conmigo se prestó a conversar y mientras esperábamos a que
empezaran los fuegos artificiales en un parque, los dos con la misma cazadora
porque yo tenía frío y me dejó una igual que la suya (a él le quedaba bien, a
mí me venía de vestido), me preguntó qué me gusta hacer cuando estoy en casa.
Se le iluminaron, aún más si cabe, esos
ojos azules celeste que tiene escondidos bajo unos arcos ciliares demasiado
marcados al decirle que escucho música, “old blues and old jazz”. Entonces
empezó a recordar, como si mi respuesta hubiera hecho saltar un resorte, y me
contó que cuando era joven solía ir a los clubs donde los negros, que en
aquellos tiempos eran víctimas de un racismo brutal, tocaban su música, su jazz
y su blues. Y Roy se pasaba horas allí sentado.
No podía dejar de escucharle,
me tenía totalmente absorta con su manera de hablar tan pausada, tan pesada, y
tan cautivante al mismo tiempo. Por un momento pude imaginarme a Big Man,
acomodado en uno de esos asientos acolchados de color burdeos en un club
americano antiguo con luz tenue y un pianista o un saxofonista negro a escasos
metros.
Lo envidié. Y sentí nostalgia
por él. Y por mí.