jueves, 16 de octubre de 2014

Toulouse, parte II

          El Erasmus es un bloque de arcilla para moldear. Claro está, no te lo dicen antes de que lo pidas y cuando rellenas los formularios no tienes ni idea de que lo que estás solicitando es en realidad un trozo de barro seco. Cuando te lo conceden, no lo sabes todavía. Te das cuenta una vez que llegas, cuando ya no hay marcha atrás. Las maletas pesan mucho, pero no es por la ropa ni por los paquetes de jamón serrano envasados al vacío que tu madre te ha metido entre los calcetines de invierno y las bragas de regla. Es porque llevas arcilla, un gran bloque de arcilla sin forma. Eso es el Erasmus: apañártelas con lo que te dan y transformarlo en algo mejor. Al principio parece más difícil de lo que en realidad es. La pasta sigue dura, no sabes muy bien cómo ablandarla, temes mojarla demasiado por no derretirla del todo... mancha las manos. Y encima te quita el edredón por las noches. 
Pero, como con todo lo demás, te acabas acostumbrando, la vas conociendo como el escultor conoce su piedra. Escuchas las historias que te cuenta por las noches y haces caso de los consejos que da por el día. Y poco a poco, sin darte casi cuenta, como cuando de repente sabes hacer una tortilla sin que tu madre esté al lado para corregir las trapisondas culinarias, el bloque duro y seco del principio se reblandece, muy lentamente. Basta con humedecerlo apenas un poquito cada noche, con un vasito de agua tibia, la leche caliente que ha sobrado del café, alguna lagrimilla que derramas en la almohada. El Erasmus es una arcilla agradecida, sólo hay que cogerle confianza y dejar que ella te la coja a ti. El resto sale solo. Es un juego de niños. 


         

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Paseos compartidos.

Colaboradores