Me he montado en el tren porque he digerido mal Barcelona,
me ha caído pesada en el estómago, y en general en el pecho y la garganta.
Necesito que Zaragoza me arrope con su calor de madre incondicional, que me
acune entre sus brazos de abuela mientras me cuenta alguna historia de cuando
las calles eran de adoquines y había que subirse al tranvía en marcha. Necesito
acurrucarme en el regazo templado de la ciudad pequeña y acogedora en la que
nací y cuya familiaridad y tranquilizadora rutina no supe apreciar hasta
después de haberme marchado. Es ahora cuando descubro que las calles
desordenadas de Zaragoza son el mejor lugar para crecer, entre plataneros
enormes en primavera y niebla espesa en invierno. Y es ahora cuando necesito
que me arrulle el sonido del canal que hay a una calle de mi casa y el viento
me mezca sin hacer preguntas. Por eso me he montado en el tren, para dejar, al
menos por un fin de semana, la sensación de estar desarmada y protegerme entre
las paredes llenas de libros, entre los abrazos de mamá y los sermones una y
otra vez repetidos por mi padre, entre el té de después de comer y el café de
media tarde, entre los apuntes de fonología de Celia, la barba naranja de Leo y
la napolitana del domingo.