jueves, 16 de octubre de 2014

Toulouse, parte II

          El Erasmus es un bloque de arcilla para moldear. Claro está, no te lo dicen antes de que lo pidas y cuando rellenas los formularios no tienes ni idea de que lo que estás solicitando es en realidad un trozo de barro seco. Cuando te lo conceden, no lo sabes todavía. Te das cuenta una vez que llegas, cuando ya no hay marcha atrás. Las maletas pesan mucho, pero no es por la ropa ni por los paquetes de jamón serrano envasados al vacío que tu madre te ha metido entre los calcetines de invierno y las bragas de regla. Es porque llevas arcilla, un gran bloque de arcilla sin forma. Eso es el Erasmus: apañártelas con lo que te dan y transformarlo en algo mejor. Al principio parece más difícil de lo que en realidad es. La pasta sigue dura, no sabes muy bien cómo ablandarla, temes mojarla demasiado por no derretirla del todo... mancha las manos. Y encima te quita el edredón por las noches. 
Pero, como con todo lo demás, te acabas acostumbrando, la vas conociendo como el escultor conoce su piedra. Escuchas las historias que te cuenta por las noches y haces caso de los consejos que da por el día. Y poco a poco, sin darte casi cuenta, como cuando de repente sabes hacer una tortilla sin que tu madre esté al lado para corregir las trapisondas culinarias, el bloque duro y seco del principio se reblandece, muy lentamente. Basta con humedecerlo apenas un poquito cada noche, con un vasito de agua tibia, la leche caliente que ha sobrado del café, alguna lagrimilla que derramas en la almohada. El Erasmus es una arcilla agradecida, sólo hay que cogerle confianza y dejar que ella te la coja a ti. El resto sale solo. Es un juego de niños. 


         

sábado, 11 de octubre de 2014

Toulouse. Parte I

          Hace 21 días estaba en Barcelona comiendo gazpacho y tostas de pan con queso en la cama de Nuria mientras veíamos uno, dos o tres capítulos de Sexo en Nueva York antes de tener que reordenar la maleta para encontrarme con Celia en Sants. A las 18h24 arrancaba el tren rumbo a Toulouse, donde vamos a estar este curso de Erasmus. 
La semana de antes la única que pregunta que me hacía todo el mundo era si tenía ganas. Yo contestaba siempre lo mismo: entre sí y no. Sí, porque Jaime está aquí y Celia se viene conmigo a una casa preciosa de techos altísimos y parqué viejo de los que crujen. Había visitado la ciudad dos o tres veces y me había gustado mucho, por su tamaño, por la agitación cultural, por las bicis, y por supuesto por las panaderías con un surtido de bollería artesana que ni en sueños podía haber imaginado. No, porque no. Porque odio los comienzos, y este supone el segundo después de un comienzo de dos años en Barcelona, a la que por fin me había acostumbrado sin darme cuenta. 
De cualquier forma, no había manera de recular y aquí estoy. Tengo una habitación maravillosa, con una cama casi cuadrada y una ventana de dos metros que da al balconcito, donde hemos puesto una planta de flores diminutas moradas y un ciclamen blanco al lado de uno de esos molinillos de viento de colores. Claro que aquí no gira tanto como lo haría en Zaragoza.
          Me siento en la obligación de contarla la verdad al mundo estudiante: el Erasmus no es salir de fiesta día sí, día también, Al menos no las primeras semanas. Erasmus es que tu coordinador de estudios decida desintegrarse en el momento justo en que debes hacer el mayor papeleo académico de tu vida. Erasmus es no tener piso la primera semana y mendigar un sofá o una cama, no tener cuenta bancaria y, por tanto, no tener móvil, wifi, teléfono fijo, televisión, gas, agua, luz ni lavadora. Aforutnadamente, las cosas van avanzando, aunque lentamente, y ya tenemos un contrato de agua y gas, wifi y tarjeta SIM francesa. Lo demás irá llegando. 
         Otra cosa que nos falta, y que echo de menos, es tener amigos con los que compartir un café por las tardes o un baile por las noches. Tengo poca paciencia para los comienzos, y los franceses pocas dotes sociales. Mala combinación. Tuve la suerte de conocer uno de los primeros días a una chica mexicana: se llama Amaranta y supe desde que me dijo su nombre que iba a convertirse en alguien muy especial, Y he tenido la mala suerte de que se vuelve a México. Mala combinación, de nuevo. 
        Admito que estoy bastante apagada, pero no todo es malo. Toulouse me gusta mucho y hay millones de actividades culturales cada día (exposiciones, películas, teatros, conciertos, música en la calle...): hace dos días fui a ver a Almudena Grandes (mi escritora preferida) al Instituto Cervantes (que está pegado a mi casa), vino a presentar su nueva novela Las tres bodas de Manolita. Fue un encuentro precioso y conseguí que me firmara un artículo suyo sobre una tarta de chocolate que encontré por casualidad en el libro de recetas de casa que me he traído para aprender a cocinar algo. 
        Las clases en la universidad no me gustan, pero eso no es nada nuevo, es mundialmente sabido por todos que mi carrera no me emociona. Pero, al menos he encontrado una asignatura que me encanta. Es una asignatura de historia del teatro que además se imparte en una sala preciosa al lado de mi casa, en pleno centro de Toulouse. El profesor es un apasionado del teatro y explica todo con ojos de niño curioso. A nosotros no nos queda más remedio que meternos en su juego y escucharle con sincero interés. 
          Estoy intentando llevar al día un diario de recortes con lo que hago aquí, es una manera de buscarle el lado positivo a unas semanas que están siendo duras. Creo que voy a intentar hacer lo mismo en el blog, aunque no cada día porque me conozco y la pereza me gana todos los pulsos. Quizás alguien lo lea y se alegre de saber de mí. 

          

Colaboradores