miércoles, 29 de febrero de 2012


          Nunca me había interesado el arte. Y ahora resulta que me preocupan las pecas de Venus.
Sus pecas, y sus voluminosos muslos, y sus caderas ocultas tras la piel mullida. No hay hueso, ni hay definición, no hay fibra. No hay trampa ni cartón, ni silicona. Y es de una belleza inefable.
Me odio a mí misma por odiarme a mí misma, y por tener complejo con un cuerpo que antaño hubiera sido el cánon. Incluso me habrían faltado unos kilos para alcanzarlo. 
Por suerte siempre quedarán las pecas de Venus para sentirme a gusto en mi propia concha. 


No sé lo que soy en estos momentos, así que no hagáis caso de lo que no digo.

viernes, 10 de febrero de 2012



Próximamente en mi espalda.




















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Ñe.

Hace tiempo que pienso que no tengo alma. No es que naciera sin ella, quizás se la llevó una ráfaga de viento, en esta ciudad del cierzo nunca se sabe qué es lo que se va a volar cuando sales a la calle. El caso es que siempre se acaba volando algo. Yo llevo meses sintiendo que me falta ese soplo que algunos pensamos que constituye uno de los dos elementos de ser humano. Lo he notado en las tiendas que tienen puertas de las que se abren con un sensor de movimiento. Yo me quedo siempre como un fantoche delante esperando que se deslicen y me den acceso al local, pero casi todas las veces se niegan a dejarme pasar y acabo agitando los brazos como una loca para que por fin se digne a dejarme entrar. Suena patético y soy consciente pero últimamente no hay otra manera de hacerlo… Lo mismo me sucede con las pantallas táctiles de los móviles o de los aparatejos (que dios confunda) de las tiendas de fotografía, incluso en los sensores dactilares de la piscina del gimnasio. Yo, como persona que soy (o eso creía), voy decidida a acariciar esas superficies tan modernas esperando que se accionen al reconocer una piel, un músculo sobre ellas. Pero nada, no ocurre nada. Y me quedo como una tonta, delante, mirando los cacharros que se han inventado hace dos días y que se resisten a dejar que una muchacha que nació en otra época, mucho más arcaica que esta, pueda utilizarlos. De modo que allí estoy yo, tocando todos los botones habidos y por haber, enfadada o suplicante, muda o jurando en hebreo. Y nada, nunca nada. No tengo alma. Es eso lo que me pasa.

Lo que me pasa es que hace tiempo que dejé de estar hecha del mismo barro que los demás humanos. Sigo siendo un cuerpo ( que por cierto me acompleja cada día más) pero no hay nada dentro que le dé vida. Lo que antes era mi alma ahora pertenece a otros lugares. Sé que vaga por los tejados, por el tuyo, por el mío, por el suyo. Por las calles invernales con olor a chimenea. Y debajo de los tubos de escape. En los alféizares donde da el sol directo por la mañana. Y en los que da de tarde. En algún que otro regazo, el tuyo, el suyo, los dos a la vez y nunca al mismo tiempo. Debajo de la mesa, junto al radiador. En las esquinas de las ventanas. Aquí, allí, en los dos sitios a la vez y nunca al mismo tiempo.
Y ya. Y sin alma. Y sin luna menguante. Y con el corazón del verrés. Y la sonrisa despeinada. Y los bigotes sin cepillar. Y punto. 

domingo, 5 de febrero de 2012

El mejor cuento de la historia de los cuentos.


La foto no tiene nada que ver, pero lleva días torturándome. 


" Conocí a un chico que era alérgico al polen y al polvo y al serrín y al humo provocado por combustión de carburantes y a las ensaladas y a los gatos y a las ballenas y a las fibras sintéticas y a uno de cada dos medicamentos. Era uno de esos chicos que no hablan con nadie. Parecía uno de los que viven en campanas de cristal, pero era alérgico a las campanas de cristal, así que tenía que enfrentarse con todas sus alergias llevaba sus alergias encima como un viajante de comercio lleva sus maletas. Demostró legalmente que era alérgico a sus padres, así que sus padres tuvieron que darle una pensión vitalicia sin disfrutar a cambio del consuelo de agujerear sus zapatos con sus propias desgracias, además él ni siquiera llevaba zapatos porque era alérgico a la piel y al caucho. Le hicieron unos zapatos de madera pero a él le pareció que era como andar con dos ataúdes chiquititos en los pies, así que los tiró por la ventana. Una chica que pasaba por la calle recogió los zapatos, y como nunca había visto unos zapatos tan raros subió a ver de quién eran. El chico abrió a puerta y la chica entró, los dos se miraron un rato y los dos era guapos, y los dos llevaban solos demasiado tiempo, así que se abrazaron un poco a ver qué pasaba resultó que la chica iba vestida con fibras sintéticas y tenía ojos de gato, y estaba gorda como una ballena y tenia polen en el pelo y serrín en el cerebro y antibióticos en los dedos y ensaladas en la falda y un motor de explosión que le ayudaba a subir las escaleras. El chico se murió con una estúpida y gigante sonrisa de felicidad en la cara.
Cuando me desperté estaba seguro de que podría aprender algo de ese sueño pero no sabía qué coño podría ser. "

—Ray Loriga, Héroes.



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