Hace tiempo que pienso que no tengo alma. No es que naciera sin ella, quizás se la llevó una ráfaga de viento, en esta ciudad del cierzo nunca se sabe qué es lo que se va a volar cuando sales a la calle. El caso es que siempre se acaba volando algo. Yo llevo meses sintiendo que me falta ese soplo que algunos pensamos que constituye uno de los dos elementos de ser humano. Lo he notado en las tiendas que tienen puertas de las que se abren con un sensor de movimiento. Yo me quedo siempre como un fantoche delante esperando que se deslicen y me den acceso al local, pero casi todas las veces se niegan a dejarme pasar y acabo agitando los brazos como una loca para que por fin se digne a dejarme entrar. Suena patético y soy consciente pero últimamente no hay otra manera de hacerlo… Lo mismo me sucede con las pantallas táctiles de los móviles o de los aparatejos (que dios confunda) de las tiendas de fotografía, incluso en los sensores dactilares de la piscina del gimnasio. Yo, como persona que soy (o eso creía), voy decidida a acariciar esas superficies tan modernas esperando que se accionen al reconocer una piel, un músculo sobre ellas. Pero nada, no ocurre nada. Y me quedo como una tonta, delante, mirando los cacharros que se han inventado hace dos días y que se resisten a dejar que una muchacha que nació en otra época, mucho más arcaica que esta, pueda utilizarlos. De modo que allí estoy yo, tocando todos los botones habidos y por haber, enfadada o suplicante, muda o jurando en hebreo. Y nada, nunca nada. No tengo alma. Es eso lo que me pasa.
Lo que me pasa es que hace tiempo que dejé de estar hecha del mismo barro que los demás humanos. Sigo siendo un cuerpo ( que por cierto me acompleja cada día más) pero no hay nada dentro que le dé vida. Lo que antes era mi alma ahora pertenece a otros lugares. Sé que vaga por los tejados, por el tuyo, por el mío, por el suyo. Por las calles invernales con olor a chimenea. Y debajo de los tubos de escape. En los alféizares donde da el sol directo por la mañana. Y en los que da de tarde. En algún que otro regazo, el tuyo, el suyo, los dos a la vez y nunca al mismo tiempo. Debajo de la mesa, junto al radiador. En las esquinas de las ventanas. Aquí, allí, en los dos sitios a la vez y nunca al mismo tiempo.
Y ya. Y sin alma. Y sin luna menguante. Y con el corazón del verrés. Y la sonrisa despeinada. Y los bigotes sin cepillar. Y punto.