Creo que
es importante refugiarse en los libros cuando hay tormentas como esta. Es
necesario, más que importante. Es lo mejor que uno puede hacer cuando el café
está amargo y la leche agria. Nada de pasear hasta el fin del mundo, ni de
dormir eternamente; ninguna de esas cosas que se consideran panaceas lo son. El
remedio es un libro lleno de letras que devorar y de historias ficticias que
inunden cada hueco de la cabeza, quitando el sitio a las historias de la
realidad. Puede que en las veinte primeras páginas no funcione, no es eficaz al
segundo (no es la “purga Benito”, como dice mi madre). El comienzo es duro
porque puede más tu cabeza que lo que tienes entre las manos, pero poco a poco
van ganando terreno los personajes, sus diálogos, las descripciones, cualquier cosa
que sea capaz de matar la plaga que te habita estos días y carcome los
fotogramas de un largometraje que nunca llegó a estrenarse por falta de
presupuesto. O por falta de ilusión.
Mi padre
me ha traído Rayuela, de Cortázar, que se puede leer como a uno le apetezca porque es un
desagüe continuo de vaguedades, de nadas
que en palabras de Cortázar parecen todos.
Voy a refugiarme en las historias de (des)amor y (des)encuentros de Horacio y
la Maga; dejaré que me adopten hasta que desatasquen mis cañerías. Me pasearé
por el París de la pequeña Argentina caótica con la falda nueva de lunares.