Estoy segura de que no soy la primera que se ha parado a pensar por qué se llama OJO DE LA TORMENTA al lugar en el que se crea el brillante espectáculo de luces y agua que tanto me fascina. Puestos a comparar dicho lugar con una parte del cuerpo humano, me pregunto por qué no llamarlo “corazón de la tormenta”. Sería lo más lógico teniendo en cuenta nuestra anatomía; aunque claro, es verdad que en las fotos de los satélites el origen de las tormentas aparece como una ameba de forma redondeada, como los ojos. Pero aún así, a veces me da por pensar en la relación que guardan las cosas con la manera en que las llamamos.
Yo soy como las tormentas, o eso dice mi padre. Y mi fábrica de relámpagos particular es una pupila de diámetro medio, color chocolate negro 87% de cacao y 2.5 dioptrías. Soy una tormenta miope que llueve mares salados con cada marea de Luna, mi compañera insomne preferida. Por eso me gusta que se llame OJO DE LA TORMENTA. Y porque una vez alguien me dijo (o tal vez lo soñé) que tenía ojos tormentosos. Además, y esto es verdad (o eso creo) hace poco me avisaron de que tenía el corazón del verrés, así que mejor me fío de mis “luceros” y sigo encharcando mundos para navegarlos con mis barquitos de papel, y de cáscara de nuez.