jueves, 4 de diciembre de 2014

Exiliados de mí

Hoy no vengo a hablar de mi exilio francés. Hoy vengo a hablar de los exiliados. De mis amigos exiliados. 
La suerte ha querido que mis medias naranjas, y lo digo en plural porque tengo la fortuna de tener más de una, sean escurridizas. La suerte quiso que las conociera y se conectaran a mí como por arte de magia y quiso que después se me escaparan, más tarde o más temprano, más cerca o más lejos. El caso es que se me exiliaron, haciendo más pesada el ancla que me tiene amarradita a esta tierra que siento mía y no lo es. Hablo de España, no de Francia. Quizás intentaban decirme que mi sitio, como el de ellos, está en cualquier otra parte, y que también yo puedo ser ciudadana del mundo, hija de un planeta que nos tiene reservados a cada uno uno o varios lugares de exilio voluntario. Porque son exiliados por voluntad, no por obligación. Algunos, aunque me cueste creerlo, fueron exiliados cuando yo los conocí y si están lejos es porque han vuelto a su suelo natal. Pero para mí siguen siendo exiliados, exiliados de mí.
Hace diez meses Lena se montaba en un avión a Alemania, acababa su exilio más que voluntario en Barcelona, donde habíamos conectado a través del baile y de los bizcochos.
Hace medio año Miguel me despedía en la Plaza de la Revolución porque su exilio también buscado llegaba a su fin, con mucho pesar porque se sentía más de aquí que de allá a veces. Pero su Quito natal lo llamó para llenar las páginas de los periódicos de sus reconfortadoras palabras, que por suerte me llegan a mí a pesar del agua que nos separa.
Hace dos meses lloraba al contarle a Leo que Amaranta, a la que conocía desde apenas unos días, se regresaba a México a cuidar de los atardeceres en Cancún. Ahora tengo la oportunidad de tener mi móvil repleto de fotos de playas de arena blanca y agua transparente.
Hace unos minutos, mi alma gemela aparecía en la pantalla del ordenador contándome su feliz exilio en Viena y sus próximos proyectos de exilio al otro lado del gran charco. Lo malo, y lo bueno también, de mi amistad con Bea es que es una amistad basada en la condena de echarse de menos cada día.
Lo volátil es bonito. Lena, Miguel, Amaranta y, sobre todo, Beatriz son volátiles. Son bonitos.
Os echo de menos.
Guardadme el exilio.




jueves, 13 de noviembre de 2014

Escritos sobre el exilio II

¿Qué derecho me da un exilio voluntario a quejarme? No debería llamarlo exilio, sino cambio de aires buscado. Pero ay, qué lástima cuando te das cuenta de que la dirección del aire que quisiste cambiar no es la adecuada: ¡debiste mirar antes la lista de los vientos! Es un error imperdonable viniendo de alguien que nació en La Ciudad del Viento: Zaragoza, peninsularmente conocida por su cierzo helador.
De cualquier forma, no me queda más remedio que llevarme bien con el exilio buscado, el aire nuevo y el frío polar de Toulouse. Me quedará siempre el consuelo de saber que estas cartas atravesarán el charco Atlántico para ir a parar al ecuador de la tierra: a la bandeja de entrada de Miguel.
En un nudo enmarañado de averías, dificultades para adaptarse y lloros diarios, hoy tengo dos buenas nuevas: la calefacción funciona y la lavadora también. No tendré que ir por casa como si fuera a la guerra en Siberia. Se acabó el tener que contar las bragas para saber cuántas me quedan antes de tener que ir, obligatoriamente si quiero seguir estando en la reducida lista de humanos que se preocupan por su higiene, a la lavandería de la calle. Qué paradoja, pues estos antros con cinco o seis lavadoras son todo menos higiénicos. En fin, a todo se acostumbra uno cuando vive solo sin una madre que eche suavizante con perfume de casa a la ropa.
El caso, y eso es lo que importa, es que la espera ha valido la pena y Celia y yo formamos parte ya del colectivo de personas normales. Todo apunta a que sobrevviremos en el apartamento sin morir congeladas o enterradas bajo calcetines mutantes y sábanas babeadas.





martes, 4 de noviembre de 2014

Descanso de Toulouse, I

     He estado una semana en Zaragoza aprovechando las vacaciones de Todos los Santos que nos dan en Francia. He estado en Zaragoza y me he sentido como una hojita de árbol. Ahora que llega el otoño, o el invierno en según qué ciudades, ahora que el frío empieza a colarse por debajito de la puerta y a través de las ventanas de chichinabo que tenemos en casa, me siento como una hoja diminuta caída de un árbol. Sentada en una esquina de la clase amarilla de baile, impedida por el catarro anual que me llena la cabeza de mocos, me eché a llorar viendo a mis antiguas compañeras bailar una música tierna como el algodón con una sola consigna repetida una y mil veces por Lis: sentid que sois hojas, que os lleva el viento por toda la sala. Bailar es tener sensaciones. Buscadlas.
Y me eché a llorar. Sentada en una esquinita, apocada entre los altavoces.

jueves, 16 de octubre de 2014

Toulouse, parte II

          El Erasmus es un bloque de arcilla para moldear. Claro está, no te lo dicen antes de que lo pidas y cuando rellenas los formularios no tienes ni idea de que lo que estás solicitando es en realidad un trozo de barro seco. Cuando te lo conceden, no lo sabes todavía. Te das cuenta una vez que llegas, cuando ya no hay marcha atrás. Las maletas pesan mucho, pero no es por la ropa ni por los paquetes de jamón serrano envasados al vacío que tu madre te ha metido entre los calcetines de invierno y las bragas de regla. Es porque llevas arcilla, un gran bloque de arcilla sin forma. Eso es el Erasmus: apañártelas con lo que te dan y transformarlo en algo mejor. Al principio parece más difícil de lo que en realidad es. La pasta sigue dura, no sabes muy bien cómo ablandarla, temes mojarla demasiado por no derretirla del todo... mancha las manos. Y encima te quita el edredón por las noches. 
Pero, como con todo lo demás, te acabas acostumbrando, la vas conociendo como el escultor conoce su piedra. Escuchas las historias que te cuenta por las noches y haces caso de los consejos que da por el día. Y poco a poco, sin darte casi cuenta, como cuando de repente sabes hacer una tortilla sin que tu madre esté al lado para corregir las trapisondas culinarias, el bloque duro y seco del principio se reblandece, muy lentamente. Basta con humedecerlo apenas un poquito cada noche, con un vasito de agua tibia, la leche caliente que ha sobrado del café, alguna lagrimilla que derramas en la almohada. El Erasmus es una arcilla agradecida, sólo hay que cogerle confianza y dejar que ella te la coja a ti. El resto sale solo. Es un juego de niños. 


         

sábado, 11 de octubre de 2014

Toulouse. Parte I

          Hace 21 días estaba en Barcelona comiendo gazpacho y tostas de pan con queso en la cama de Nuria mientras veíamos uno, dos o tres capítulos de Sexo en Nueva York antes de tener que reordenar la maleta para encontrarme con Celia en Sants. A las 18h24 arrancaba el tren rumbo a Toulouse, donde vamos a estar este curso de Erasmus. 
La semana de antes la única que pregunta que me hacía todo el mundo era si tenía ganas. Yo contestaba siempre lo mismo: entre sí y no. Sí, porque Jaime está aquí y Celia se viene conmigo a una casa preciosa de techos altísimos y parqué viejo de los que crujen. Había visitado la ciudad dos o tres veces y me había gustado mucho, por su tamaño, por la agitación cultural, por las bicis, y por supuesto por las panaderías con un surtido de bollería artesana que ni en sueños podía haber imaginado. No, porque no. Porque odio los comienzos, y este supone el segundo después de un comienzo de dos años en Barcelona, a la que por fin me había acostumbrado sin darme cuenta. 
De cualquier forma, no había manera de recular y aquí estoy. Tengo una habitación maravillosa, con una cama casi cuadrada y una ventana de dos metros que da al balconcito, donde hemos puesto una planta de flores diminutas moradas y un ciclamen blanco al lado de uno de esos molinillos de viento de colores. Claro que aquí no gira tanto como lo haría en Zaragoza.
          Me siento en la obligación de contarla la verdad al mundo estudiante: el Erasmus no es salir de fiesta día sí, día también, Al menos no las primeras semanas. Erasmus es que tu coordinador de estudios decida desintegrarse en el momento justo en que debes hacer el mayor papeleo académico de tu vida. Erasmus es no tener piso la primera semana y mendigar un sofá o una cama, no tener cuenta bancaria y, por tanto, no tener móvil, wifi, teléfono fijo, televisión, gas, agua, luz ni lavadora. Aforutnadamente, las cosas van avanzando, aunque lentamente, y ya tenemos un contrato de agua y gas, wifi y tarjeta SIM francesa. Lo demás irá llegando. 
         Otra cosa que nos falta, y que echo de menos, es tener amigos con los que compartir un café por las tardes o un baile por las noches. Tengo poca paciencia para los comienzos, y los franceses pocas dotes sociales. Mala combinación. Tuve la suerte de conocer uno de los primeros días a una chica mexicana: se llama Amaranta y supe desde que me dijo su nombre que iba a convertirse en alguien muy especial, Y he tenido la mala suerte de que se vuelve a México. Mala combinación, de nuevo. 
        Admito que estoy bastante apagada, pero no todo es malo. Toulouse me gusta mucho y hay millones de actividades culturales cada día (exposiciones, películas, teatros, conciertos, música en la calle...): hace dos días fui a ver a Almudena Grandes (mi escritora preferida) al Instituto Cervantes (que está pegado a mi casa), vino a presentar su nueva novela Las tres bodas de Manolita. Fue un encuentro precioso y conseguí que me firmara un artículo suyo sobre una tarta de chocolate que encontré por casualidad en el libro de recetas de casa que me he traído para aprender a cocinar algo. 
        Las clases en la universidad no me gustan, pero eso no es nada nuevo, es mundialmente sabido por todos que mi carrera no me emociona. Pero, al menos he encontrado una asignatura que me encanta. Es una asignatura de historia del teatro que además se imparte en una sala preciosa al lado de mi casa, en pleno centro de Toulouse. El profesor es un apasionado del teatro y explica todo con ojos de niño curioso. A nosotros no nos queda más remedio que meternos en su juego y escucharle con sincero interés. 
          Estoy intentando llevar al día un diario de recortes con lo que hago aquí, es una manera de buscarle el lado positivo a unas semanas que están siendo duras. Creo que voy a intentar hacer lo mismo en el blog, aunque no cada día porque me conozco y la pereza me gana todos los pulsos. Quizás alguien lo lea y se alegre de saber de mí. 

          

sábado, 11 de enero de 2014

Me he montado en el tren porque he digerido mal Barcelona, me ha caído pesada en el estómago, y en general en el pecho y la garganta. Necesito que Zaragoza me arrope con su calor de madre incondicional, que me acune entre sus brazos de abuela mientras me cuenta alguna historia de cuando las calles eran de adoquines y había que subirse al tranvía en marcha. Necesito acurrucarme en el regazo templado de la ciudad pequeña y acogedora en la que nací y cuya familiaridad y tranquilizadora rutina no supe apreciar hasta después de haberme marchado. Es ahora cuando descubro que las calles desordenadas de Zaragoza son el mejor lugar para crecer, entre plataneros enormes en primavera y niebla espesa en invierno. Y es ahora cuando necesito que me arrulle el sonido del canal que hay a una calle de mi casa y el viento me mezca sin hacer preguntas. Por eso me he montado en el tren, para dejar, al menos por un fin de semana, la sensación de estar desarmada y protegerme entre las paredes llenas de libros, entre los abrazos de mamá y los sermones una y otra vez repetidos por mi padre, entre el té de después de comer y el café de media tarde, entre los apuntes de fonología de Celia, la barba naranja de Leo y la napolitana del domingo. 

lunes, 11 de noviembre de 2013

LOS LUNES AL SOL DE UN OTOÑO EMBUSTERO




Vuelvo de la universidad, a una hora que depende de una decisión que tomo siempre con un café delante y medio estómago vacío. Bajo la misma calle de cada día, pero los lunes es más bonita, porque lo decido yo, porque se cuela el sol entre las ramas de los árboles que guardan las casas enfundados en su traje de noviembre caluroso.
Llego al parque, vuelvo la vista atrás para lamer el último rayo de un Lorenzo que cada día se acuesta antes en el jardín y subo por el ascensor, para qué mentir, hasta el cuarto piso, con prisa por pegarme a la ventana de mi cuarto para calentarme las manos en el cristal templado y cerrar los ojos rogando que me acaricie las pestañas un otoño embustero que no quiere verme con abrigo.
Bajo a comer, con poca hambre y mucha gula, y no lamo el plato de macarrones porque me parece que no es lo más apropiado, pero unto bien la salsa con el pan para que el plato quede limpio y así Regi no tenga que fregarlo.
Subo a la habitación, en el ascensor, para qué mentir, y me engaño a mí misma sentándome con decisión en la silla que he convertido en trono, con cara de voyaestudiarperonomelocreoniyo, así que me tumbo en la cama y en mi vida me he quedado dormida con tanta rapidez, y me despierto once horas después que en realidad han sido veinte minutos y que me han sabido a gloria, pero me quita el gusto un café mal hecho y la amargura de tener que estudiarahoradeverdaddelabuena.
Entro en conversaciones demasiado obtusas con Balzac, Zola, Emma, Isidorita y acabo dejando que Julián me hable de cosas más triviales, me invite a un cóctel que suena mejor que sabe a Agua del Carmen y se vaya tan rápido como ha llegado, como de costumbre.
Cojo el teléfono para que papá me dé algún consejo que seguramente no sabré aprovechar, pero hago ver que soy mayor y que entiendo todo. Entonces decido que mejor me voy a bailar que hay que pensar menos, pero se me ha olvidado merendar y los lunes Sarriá siempre huele a sopa. Hay luz en el ático azul de la plaza, pero dejo de soñar que vivo allí y entro en clase, muevo el culo como puedo mientras babeo por cómo lo mueven otros, salgo y bajo a cenar. Regi me quiere y me ha preparado una ensalada que sabe a algo parecido a casa.
Me ducho, salgo con el pelo mojado, me embadurno en crema y escribo esto.

Y me voy a dormir. Mañana más sol. 


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